Signos
propios del año santo: peregrinación, la puerta santa, la
indulgencia.
Peregrinación
Recuerda que el hombre es caminante, del nacimiento a la muerte,
toda nuestra vida. Nuestros antepasados (mexicanos y cristianos)
gustaban de las peregrinaciones a los lugares sagrados. Nos exige
estar en vela, en ayuno y en oración; así el peregrino avanza con
la ayuda de Dios por el camino de la perfección.
La
puerta santa. Indica el paso que el cristiano debe dar del pecado a
la gracia. Jesús mismo indica que El es la puerta, que sólo a
través de El podemos tener acceso al Padre Cruzar la puerta muestra
la libertad de elegir, indica el valor de dejar algo para optar por
algo mejor, para ganar la vida eterna.
La
indulgencia, manifiesta la plenitud de la misericordia del Padre que
sale al encuentro de todos con su amor. Al participar del sacramento
de la confesión, el pecador recibe realmente el perdón de sus
pecados, y puede acercarse nuevamente al sacramento de la Eucaristía
«
Incarnationis mysterium »
BULA
DE CONVOCACIÓN
DEL
GRAN JUBILEO
DEL
AÑO 2000
JUAN
PABLO OBISPO
SIERVO
DE LOS SIERVOS DE DIOS
A
TODOS LOS FIELES
EN
CAMINO HACIA EL TERCER MILENIO
SALUD
Y BENDICIÓN APOSTÓLICA
1.
Con la mirada puesta en el misterio de la encarnación del Hijo de
Dios, la Iglesia se prepara para cruzar el umbral del tercer milenio.
Nunca como ahora sentimos el deber de hacer propio el canto de
alabanza y acción de gracias del Apóstol: « Bendito sea el Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda
clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por
cuanto nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para
ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos
de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo,
según el beneplácito de su voluntad, [...] dándonos a conocer el
Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en Él se
propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos:
hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos
y lo que está en la tierra » (Ef 1,
3-5.9-10).
De
estas palabras se deduce evidentemente que la historia de la
salvación tiene en Cristo su punto culminante y su significado
supremo. En Él todos hemos recibido « gracia por gracia » (Jn 1,
16), alcanzando la reconciliación con el Padre (cf. Rm 5,
10; 2
Co 5,
18).
El
nacimiento de Jesús en Belén no es un hecho que se pueda relegar al
pasado. En efecto, ante Él se sitúa la historia humana entera:
nuestro hoy y el futuro del mundo son iluminados por su presencia. Él
es « el que vive » (Ap 1,
18), « Aquél que es, que era y que va a venir » (Ap 1,
4). Ante Él debe doblarse toda rodilla en los cielos, en la tierra y
en los abismos, y toda lengua debe proclamar que Él es el Señor
(cf. Flp 2,
10-11). Al encontrar a Cristo, todo hombre descubre el misterio de su
propia vida.(1)
Jesús
es la verdadera novedad que supera todas las expectativas de la
humanidad y así será para siempre, a través de la sucesión de las
diversas épocas históricas. La encarnación del Hijo de Dios y la
salvación que Él ha realizado con su muerte y resurrección son,
pues, el verdadero criterio para juzgar la realidad temporal y todo
proyecto encaminado a hacer la vida del hombre cada vez más humana.
2.
El Gran Jubileo del año 2000 está a las puertas. Desde mi primera
Encíclica, Redemptor
hominis,
he mirado hacia esta fecha con la única intención de preparar los
corazones de todos a hacerse dóciles a la acción del Espíritu.(2)
Será un acontecimiento que se celebrará contemporáneamente en Roma
y en todos las Iglesias particulares diseminadas por el mundo, y
tendrá, por decirlo de algún modo, dos centros: por una parte la
Ciudad donde la Providencia quiso poner la sede del Sucesor de Pedro,
y por otra, Tierra Santa, en la que el Hijo de Dios nació como
hombre tomando carne de una Virgen llamada María (cf. Lc 1,
27). Con igual dignidad e importancia el Jubileo será, pues,
celebrado, además de Roma, en la Tierra llamada justamente « santa
» por haber visto nacer y morir a Jesús. Aquella Tierra, en la que
surgió la primera comunidad cristiana, es el lugar donde Dios se
reveló a la humanidad. Es la Tierra prometida, que ha marcado la
historia del pueblo judío y es venerada también por los seguidores
del Islam. Que el Jubileo pueda favorecer un nuevo paso en el diálogo
recíproco hasta que un día —judíos, cristianos y musulmanes—
todos juntos nos demos en Jerusalén el saludo de la paz.(3)
El
tiempo jubilar nos introduce en el recio lenguaje que la pedagogía
divina de la salvación usa para impulsar al hombre a la conversión
y la penitencia, principio y camino de su rehabilitación y condición
para recuperar lo que con sus solas fuerzas no podría alcanzar: la
amistad de Dios, su gracia y la vida sobrenatural, la única en la
que pueden resolverse las aspiraciones más profundas del corazón
humano.
La
entrada en el nuevo milenio alienta a la comunidad cristiana a
extender su mirada de fe hacia nuevos horizontes en el anuncio del
Reino de Dios. Es obligado, en esta circunstancia especial, volver
con una renovada fidelidad a las enseñanzas del Concilio Vaticano
II, que ha dado nueva luz a la tarea
misionera de la Iglesia ante
las exigencias actuales de la evangelización. En el Concilio la
Iglesia ha tomado conciencia más viva de su propio misterio y de la
misión apostólica que le encomendó el Señor. Esta conciencia
compromete a la comunidad de los creyentes a vivir en el mundo
sabiendo que han de ser « fermento y el alma de la sociedad humana,
que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios
».(4) Para corresponder eficazmente a este compromiso debe
permanecer unida y crecer en su vida de comunión.(5) El inminente
acontecimiento jubilar es un fuerte estímulo en este sentido.
El
paso de los creyentes hacia el tercer milenio no se resiente
absolutamente del cansancio que el peso de dos mil años de historia
podría llevar consigo; los cristianos se sienten más bien alentados
al ser conscientes de llevar al mundo la luz verdadera, Cristo Señor.
La Iglesia, al anunciar a Jesús de Nazaret, verdadero Dios y Hombre
perfecto, abre a cada ser humano la perspectiva de ser « divinizado
» y, por tanto, de hacerse así más hombre.(6) Éste es el único
medio por el cual el mundo puede descubrir la alta vocación a la que
está llamado y llevarla a cabo en la salvación realizada por Dios.
3.
En estos años de preparación inmediata al Jubileo las Iglesias
particulares, de acuerdo con lo que escribí en mi Carta Tertio
millennio adveniente,(7)
se están disponiendo con la oración, la catequesis y la dedicación
en diversas formas de la pastoral, para esta fecha que introduce a la
Iglesia entera en un nuevo período de gracia y de misión. La
proximidad del acontecimiento jubilar suscita además un creciente
interés por parte de quienes están a la búsqueda de un signo
propicio que los ayude a descubrir los rasgos de la presencia de Dios
en nuestro tiempo.
Los
años de preparación al Jubileo han estado dedicados a la Santísima
Trinidad: por Cristo —en el Espíritu Santo— a Dios Padre. El
misterio de la Trinidad es origen del camino de fe y su término
último, cuando al final nuestros ojos contemplarán eternamente el
rostro de Dios. Al celebrar la Encarnación, tenemos la mirada fija
en el misterio de la Trinidad. Jesús de Nazaret, revelador del
Padre, ha llevado a cumplimiento el deseo escondido en el corazón de
cada hombre de conocer a Dios. Lo que la creación conservaba impreso
en sí misma como sello de la mano creadora de Dios y lo que los
antiguos Profetas habían anunciado como promesa, alcanza su
manifestación definitiva en la revelación de Jesucristo.(8)
Jesús
revela el rostro de Dios Padre « compasivo y misericordioso »
(St 5,
11), y con el envío del Espíritu Santo manifiesta el misterio de
amor de la Trinidad. Es el Espíritu de Cristo quien actúa en la
Iglesia y en la historia: se debe permanecer a su escucha para
distinguir los signos de los tiempos nuevos y hacer que la espera del
retorno del Señor glorificado sea cada vez más viva en el corazón
de los creyentes. El Año Santo, pues, debe ser un canto de alabanza
único e ininterrumpido a la Trinidad, Dios Altísimo. Nos ayudan
para ello las poéticas palabras del teólogo san Gregorio
Nacianceno:
«
Gloria a Dios Padre y al Hijo,
Rey
del universo.
Gloria
al Espíritu,
digno
de alabanza y santísimo.
La
Trinidad es un solo Dios
que
creó y llenó cada cosa:
el
cielo de seres celestes
y
la tierra de seres terrestres.
Llenó
el mar, los ríos y las fuentes
de
seres acuáticos,
vivificando
cada cosa con su Espíritu,
para
que cada criatura honre
a
su sabio Creador,
causa
única del vivir y del permanecer.
Que
lo celebre siempre más que cualquier otra
la
criatura racional
como
gran Rey y Padre bueno ».(9)
4.
Que este himno a la Trinidad por la encarnación del Hijo pueda ser
cantado juntos por quienes, habiendo recibido el mismo Bautismo,
comparten la misma fe en el Señor Jesús. Que el carácter ecuménico
del Jubileo sea un signo concreto del camino que, sobre todo en estos
últimos decenios, están realizando los fieles de las diversas
Iglesias y Comunidades eclesiales. La escucha del Espíritu debe
hacernos a todos capaces de llegar a manifestar visiblemente en la
plena comunión la gracia de la filiación divina inaugurada por el
Bautismo: todos hijos de un solo Padre. El Apóstol no cesa de
repetir incluso para nosotros, hoy, su apremiante exhortación: « Un
solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que
habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo,
un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en
todos » (Ef 4,
4-6). Según san Ireneo, nosotros no podemos permitirnos dar al mundo
una imagen de tierra árida, después de recibir la Palabra de Dios
como lluvia bajada del cielo; ni jamás podremos pretender llegar a
ser un único pan, si impedimos que la harina se transforme en un
único pan, si impedimos que la harina sea amalgamada por obra del
agua que ha sido derramada sobre nosotros.(10)
Cada
año jubilar es como una invitación a una fiesta nupcial. Acudamos
todos, desde las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales
diseminadas por el mundo, a la fiesta que se prepara; llevemos con
nosotros lo que ya nos une y la mirada puesta sólo en Cristo nos
permita crecer en la unidad que es fruto del Espíritu. Como Sucesor
de Pedro, el Obispo de Roma está aquí para hacer más intensa la
invitación a la celebración jubilar, para que la conmemoración
bimilenaria del misterio central de la fe cristiana sea vivida como
camino de reconciliación y como signo de genuina esperanza para
quienes miran a Cristo y a su Iglesia, sacramento « de la unión
íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano ».(11)
5.
¡Cuántos acontecimientos históricos evoca la celebración jubilar!
El pensamiento se remonta al año 1300, cuando el Papa Bonifacio
VIII, acogiendo el deseo de todo el pueblo de Roma, inauguró
solemnemente el primer Jubileo de la historia. Recuperando una
antigua tradición que otorgaba « abundantes perdones e indulgencias
de los pecados » a cuantos visitaban en la Ciudad eterna la Basílica
de San Pedro, quiso conceder en aquella ocasión « una indulgencia
de todos los pecados no sólo más abundante, sino más plena ».(12)
A partir de entonces la Iglesia ha celebrado siempre el Jubileo como
una etapa significativa de su camino hacia la plenitud en Cristo.
La
historia muestra con cuanto entusiasmo el pueblo de Dios ha vivido
siempre los Años Santos, viendo en ellos una conmemoración en la
que se siente con mayor intensidad la llamada de Jesús a la
conversión. Durante este camino no han faltado abusos e
incomprensiones; sin embargo, los testimonios de fe auténtica y de
caridad sincera han sido con mucho superiores. Lo atestigua de modo
ejemplar la figura de san Felipe Neri que, con ocasión del Jubileo
de 1550, inició la « caridad romana » como signo tangible de
acogida a los peregrinos. Se podría indicar una larga historia de
santidad precisamente a partir de la práctica del Jubileo y de los
frutos de conversión que la gracia del perdón ha producido en
tantos creyentes.
6.
Durante mi pontificado he tenido el gozo de convocar, en 1983, el
Jubileo extraordinario con ocasión de los 1950 años de la redención
del género humano. Este misterio, realizado mediante la muerte y
resurrección de Jesús, es el culmen de un acontecimiento que tuvo
su inicio en la encarnación del Hijo de Dios. Así pues, este
Jubileo puede considerarse ciertamente « grande », y la Iglesia
manifiesta su gran deseo de acoger entre sus brazos a todos los
creyentes para ofrecerles la alegría de la reconciliación. Desde
toda la Iglesia se elevará un himno de alabanza y agradecimiento al
Padre, que en su incomparable amor nos ha concedido en Cristo ser «
conciudadanos de los santos y familiares de Dios » (Ef 2,
19). Con ocasión de esta gran fiesta, están cordialmente invitados
a compartir también nuestro gozo los seguidores de otras religiones,
así como los que están lejos de la fe en Dios. Como hermanos de la
única familia humana, cruzamos juntos el umbral de un nuevo milenio
que exigirá el empeño y la responsabilidad de todos.
Para
nosotros los creyentes el año jubilar pondrá claramente de relieve
la redención realizada por Cristo mediante su muerte y resurrección.
Nadie, después de esta muerte, puede ser separado del amor de Dios
(cf. Rm 8,
21-39), si no es por su propia culpa. La gracia de la misericordia
sale al encuentro de todos, para que quienes han sido reconciliados
puedan también ser « salvos por su vida » (Rm 5,
10).
Establezco,
pues, que el Gran
Jubileo del Año 2000 se inicie la noche de Navidad de 1999,
con la apertura de la puerta santa de la Basílica de San Pedro en el
Vaticano, que precederá de pocas horas a la celebración inaugural
prevista en Jerusalén y en Belén y a la apertura de la puerta santa
en las otras Basílicas patriarcales de Roma. La apertura de la
puerta santa de la Basílica de San Pablo se traslada al martes 18 de
enero siguiente, inicio de la Semana de oración por la unidad de los
cristianos, para subrayar también de este modo el peculiar carácter
ecuménico del Jubileo.
Establezco,
además, que la inauguración del Jubileo en las Iglesias
particulares se celebre el día santísimo de la Natividad del Señor
Jesús, con una solemne Liturgia eucarística presidida por el Obispo
diocesano en la catedral, así como en la concatedral. En la
concatedral el Obispo puede confiar la presidencia de la celebración
a un delegado suyo. Ya que el rito de apertura de la puerta santa es
propio de la Basílica Vaticana y de las Basílicas Patriarcales,
conviene que en la inauguración del período jubilar en cada
Diócesis se privilegie la statio en
otra iglesia, desde la cual se salga en peregrinación hacia la
catedral; el realce litúrgico del Libro de los Evangelios y la
lectura de algunos párrafos de esta Bula, según las indicaciones
del « Ritual para la celebración del Gran Jubileo en las Iglesias
particulares ».
La
Navidad de 1999 debe ser para todos una solemnidad radiante de luz,
preludio de una experiencia particularmente profunda de gracia y
misericordia divina, que se prolongará hasta la
clausura del Año jubilar el día de la Epifanía de Nuestro Señor
Jesucristo, el 6 de enero del año 2001.
Cada creyente ha de acoger la invitación de los ángeles que
anuncian incesantemente: « Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra
paz a los hombres que ama el Señor » (Lc 2,
14). De este modo, el tiempo de Navidad será el corazón palpitante
del Año Santo, que introducirá en la vida de la Iglesia la
abundancia de los dones del Espíritu para una nueva evangelización.
7.
A lo largo de la historia la institución del Jubileo se ha
enriquecido con signos que testimonian la fe y favorecen la devoción
del pueblo cristiano. Entre ellos hay que recordar, sobre todo,
laperegrinación,
que recuerda la condición del hombre a quien gusta describir la
propia existencia como un camino. Del nacimiento a la muerte, la
condición de cada uno es la de homo
viator.
Por su parte, la Sagrada Escritura manifiesta en numerosas ocasiones
el valor del ponerse en camino hacia los lugares sagrados. Era
tradición que el israelita fuera en peregrinación a la ciudad donde
se conservaba el arca de la alianza, o también que visitase el
santuario de Betel (cf. Jdt 20,
18) o el de Silo, donde fue escuchada la oración de Ana, la madre de
Samuel (cf. 1
S 1,
3). Sometiéndose voluntariamente a la Ley, también Jesús, con
María y José, fue peregrinando a la ciudad santa de Jerusalén
(cf. Lc 2,
41). La historia de la Iglesia es el diario viviente de una
peregrinación que nunca acaba. En camino hacia la ciudad de los
santos Pedro y Pablo, hacia Tierra Santa o hacia los antiguos y los
nuevos santuarios dedicados a la Virgen María y a los Santos,
numerosos fieles alimentan así su piedad.
La
peregrinación ha sido siempre un momento significativo en la vida de
los creyentes, asumiendo en las diferentes épocas históricas
expresiones culturales diversas. Evoca el camino personal del
creyente siguiendo las huellas del Redentor: es ejercicio de ascesis
laboriosa, de arrepentimiento por las debilidades humanas, de
constante vigilancia de la propia fragilidad y de preparación
interior a la conversión del corazón. Mediante la vela, el ayuno y
la oración, el peregrino avanza por el camino de la perfección
cristiana, esforzándose por llegar, con la ayuda de la gracia de
Dios, « al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de
Cristo » (Ef 4,
13).
8.
La peregrinación va acompañada del signo de la puerta
santa,
abierta por primera vez en la Basílica del Santísimo Salvador de
Letrán durante el Jubileo de 1423. Ella evoca el paso que cada
cristiano está llamado a dar del pecado a la gracia. Jesús dijo: «
Yo soy la puerta » (Jn 10,
7), para indicar que nadie puede tener acceso al Padre si no a través
suyo. Esta afirmación que Jesús hizo de sí mismo significa que
sólo Él es el Salvador enviado por el Padre. Hay un solo acceso que
abre de par en par la entrada en la vida de comunión con Dios: este
acceso es Jesús, única y absoluta vía de salvación. Sólo a Él
se pueden aplicar plenamente las palabras del Salmista: « Aquí está
la puerta del Señor, por ella entran los justos » (Sal 118
[117],20).
La
indicación de la puerta recuerda la responsabilidad de cada creyente
de cruzar su umbral. Pasar por aquella puerta significa confesar que
Cristo Jesús es el Señor, fortaleciendo la fe en Él para vivir la
vida nueva que nos ha dado. Es una decisión que presupone la
libertad de elegir y, al mismo tiempo, el valor de dejar algo,
sabiendo que se alcanza la vida divina (cf. Mt 13,
44-46). Con este espíritu el Papa será el primero en atravesar la
puerta santa en la noche del 24 al 25 de diciembre de 1999. Al cruzar
su umbral mostrará a la Iglesia y al mundo el Santo Evangelio,
fuente de vida y de esperanza para el próximo tercer milenio. A
través de la puerta santa, simbólicamente más grande por ser final
de un milenio,(13) Cristo nos introducirá más profundamente en la
Iglesia, su Cuerpo y Esposa. Comprendemos así la riqueza de
significado que tiene la llamada del apóstol Pedro cuando escribe
que, unidos a Cristo, también nosotros, como piedras vivas, entramos
« en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio
santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios » (1
P 2,
5).
9.
Otro signo característico, muy conocido entre los fieles, es
la indulgencia,
que es uno de los elementos constitutivos del Jubileo. En ella se
manifiesta la plenitud de la misericordia del Padre, que sale al
encuentro de todos con su amor, manifestado en primer lugar con el
perdón de las culpas. Ordinariamente Dios Padre concede su perdón
mediante el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación.(14)
En efecto, el caer de manera consciente y libre en pecado grave
separa al creyente de la vida de la gracia con Dios y, por ello
mismo, lo excluye de la santidad a la que está llamado. La Iglesia,
habiendo recibido de Cristo el poder de perdonar en su nombre
(cf. Mt 16,
19; Jn 20,
23), es en el mundo la presencia viva del amor de Dios que se inclina
sobre toda debilidad humana para acogerla en el abrazo de su
misericordia. Precisamente a través del ministerio de su Iglesia,
Dios extiende en el mundo su misericordia mediante aquel precioso don
que, con nombre antiguo, se llama « indulgencia ».
El
sacramento de la Penitencia ofrece al pecador la « posibilidad de
convertirse y de recuperar la gracia de la justificación »,(15)
obtenida por el sacrificio de Cristo. Así, es introducido nuevamente
en la vida de Dios y en la plena participación en la vida de la
Iglesia. Al confesar sus propios pecados, el creyente recibe
verdaderamente el perdón y puede acercarse de nuevo a la Eucaristía,
como signo de la comunión recuperada con el Padre y con su Iglesia.
Sin embargo, desde la antigüedad la Iglesia ha estado siempre
profundamente convencida de que el perdón, concedido de forma
gratuita por Dios, implica como consecuencia un cambio real de vida,
una progresiva eliminación del mal interior, una renovación de la
propia existencia. El acto sacramental debía estar unido a un acto
existencial, con una purificación real de la culpa, que precisamente
se llama penitencia. El perdón no significa que este proceso
existencial sea superfluo, sino que, más bien, cobra un sentido, es
aceptado y acogido.
En
efecto, la reconciliación con Dios no excluye la permanencia de
algunas consecuencias del pecado, de las cuales es necesario
purificarse. Es precisamente en este ámbito donde adquiere relieve
la indulgencia, con la que se expresa el « don total de la
misericordia de Dios ».(16) Con la indulgencia se condona al pecador
arrepentido la pena temporal por los pecados ya perdonados en cuanto
a la culpa.
10.
El pecado, por su carácter de ofensa a la santidad y a la justicia
de Dios, como también de desprecio a la amistad personal de Dios con
el hombre, tiene una doble consecuencia. En primer lugar, si es
grave, comporta la privación de la comunión con Dios y, por
consiguiente, la exclusión de la participación en la vida eterna.
Sin embargo, Dios, en su misericordia, concede al pecador arrepentido
el perdón del pecado grave y la remisión de la consiguiente « pena
eterna ».
En
segundo lugar, « todo pecado, incluso venial, entraña apego
desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí
abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama
Purgatorio. Esta purificación libera de lo que se llama la “pena
temporal” del pecado »,(17) con cuya expiación se cancela lo que
impide la plena comunión con Dios y con los hermanos.
Por
otra parte, la Revelación enseña que el cristiano no está solo en
su camino de conversión. En Cristo y por medio de Cristo la vida del
cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida de todos
los demás cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico.
De este modo, se establece entre los fieles un maravilloso
intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de uno
beneficia a los otros mucho más que el daño que su pecado les haya
podido causar. Hay personas que dejan tras de sí como una carga de
amor, de sufrimiento aceptado, de pureza y verdad, que llega y
sostiene a los demás. Es la realidad de la « vicariedad », sobre
la cual se fundamenta todo el misterio de Cristo. Su amor
sobreabundante nos salva a todos. Sin embargo, forma parte de la
grandeza del amor de Cristo no dejarnos en la condición de
destinatarios pasivos, sino incluirnos en su acción salvífica y, en
particular, en su pasión. Lo dice el conocido texto de la carta a
los Colosenses: « Completo en mi carne lo que falta a las
tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia »
(1, 24).
Esta
profunda realidad está admirablemente expresada también en un
pasaje del Apocalipsis, en el que se describe la Iglesia como la
esposa vestida con un sencillo traje de lino blanco, de tela
resplandeciente. Y san Juan dice: « El lino son las buenas acciones
de los santos » (19, 8). En efecto, en la vida de los santos se teje
la tela resplandeciente, que es el vestido de la eternidad.
Todo
viene de Cristo, pero como nosotros le pertenecemos, también lo que
es nuestro se hace suyo y adquiere una fuerza que sana. Esto es lo
que se quiere decir cuando se habla del « tesoro de la Iglesia »,
que son las obras buenas de los santos. Rezar para obtener la
indulgencia significa entrar en esta comunión espiritual y, por
tanto, abrirse totalmente a los demás. En efecto, incluso en el
ámbito espiritual nadie vive para sí mismo. La saludable
preocupación por la salvación de la propia alma se libera del temor
y del egoísmo sólo cuando se preocupa también por la salvación
del otro. Es la realidad de la comunión de los santos, el misterio
de la « realidad vicaria », de la oración como camino de unión
con Cristo y con sus santos. Él nos toma consigo para tejer juntos
la blanca túnica de la nueva humanidad, la túnica de tela
resplandeciente de la Esposa de Cristo.
Esta
doctrina sobre las indulgencias enseña, pues, en primer lugar « lo
malo y amargo que es haber abandonado a Dios (cf. Jr 2,
19). Los fieles, al ganar las indulgencias, advierten que no pueden
expiar con solas sus fuerzas el mal que al pecar se han infligido a
sí mismos y a toda la comunidad, y por ello son movidos a una
humildad saludable ».(18) Además, la verdad sobre la comunión de
los santos, que une a los creyentes con Cristo y entre sí, nos
enseña lo mucho que cada uno puede ayudar a los demás —vivos o
difuntos— para estar cada vez más íntimamente unidos al Padre
celestial.
Apoyándome
en estas razones doctrinales e interpretando el maternal sentir de la
Iglesia, dispongo que todos los fieles, convenientemente preparados,
puedan beneficiarse con abundancia, durante todo el Jubileo, del don
de la indulgencia, según las indicaciones que acompañan esta Bula
(ver decreto adjunto).
11.
Estos signos ya forman parte de la tradición de la celebración
jubilar. El Pueblo de Dios ha de abrir también su mente para
reconocer otros posibles signos de la misericordia de Dios que actúa
en el Jubileo. En la Carta apostólica Tertio
millennio adveniente he
indicado algunos que pueden servir para vivir con mayor intensidad la
gracia extraordinaria del Jubileo.(19) Los recuerdo ahora brevemente.
Ante
todo, el signo de la purificación
de la memoria,
que pide a todos un acto de valentía y humildad para reconocer las
faltas cometidas por quienes han llevado y llevan el nombre de
cristianos.
El
Año Santo es por su naturaleza un momento de llamada a la
conversión. Esta es la primera palabra de la predicación de Jesús
que, significativamente, está relacionada con la disponibilidad a
creer: « Convertíos y creed en la Buena Nueva » (Mc 1,
15). Este imperativo presentado por Cristo es consecuencia de ser
conscientes de que « el tiempo se ha cumplido » (Mc 1,
15). El cumplimiento del tiempo de Dios se entiende como llamada a la
conversión. Ésta es, por lo demás, fruto de la gracia. Es el
Espíritu el que empuja a cada uno a « entrar en sí mismo » y a
sentir la necesidad de volver a la casa del Padre (cf. Lc 15,
17-20). Así pues, el examen de conciencia es uno de los momentos más
determinantes de la existencia personal. En efecto, en él todo
hombre se pone ante la verdad de su propia vida, descubriendo así la
distancia que separa sus acciones del ideal que se ha propuesto.
La
historia de la Iglesia es una historia de santidad. El Nuevo
Testamento afirma con fuerza esta característica de los bautizados:
son « santos » en la medida en que, separados del mundo que está
sujeto al Maligno, se consagran al culto del único y verdadero Dios.
Esta santidad se manifiesta tanto en la vida de los muchos Santos y
Beatos reconocidos por la Iglesia, como en la de una inmensa multitud
de hombres y mujeres no conocidos, cuyo número es imposible calcular
(cf. Ap 7,
9). Su vida atestigua la verdad del Evangelio y ofrece al mundo el
signo visible de la posibilidad de la perfección. Sin embargo, se ha
de reconocer que en la historia hay también no pocos acontecimientos
que son un antitestimonio en relación con el cristianismo. Por el
vínculo que une a unos y otros en el Cuerpo místico, y aún sin
tener responsabilidad personal ni eludir el juicio de Dios, el único
que conoce los corazones, somos portadores del peso de los errores y
de las culpas de quienes nos han precedido. Además, también
nosotros, hijos de la Iglesia, hemos pecado, impidiendo así que el
rostro de la Esposa de Cristo resplandezca en toda su belleza.
Nuestro pecado ha obstaculizado la acción del Espíritu Santo en el
corazón de tantas personas. Nuestra poca fe ha hecho caer en la
indiferencia y alejado a muchos de un encuentro auténtico con
Cristo.
Como
Sucesor de Pedro, pido que en este año de misericordia la Iglesia,
persuadida de la santidad que recibe de su Señor, se postre ante
Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus
hijos. Todos han pecado y nadie puede considerarse justo ante Dios
(cf. 1
Re 8,
46). Que se repita sin temor: « Hemos pecado » (Jr 3,
25), pero manteniendo firme la certeza de que « donde abundó el
pecado sobreabundó la gracia » (Rm 5,
20).
El
abrazo que el Padre dispensa a quien, habiéndose arrepentido, va a
su encuentro, será la justa recompensa por el humilde reconocimiento
de las culpas propias y ajenas, que se funda en el profundo vínculo
que une entre sí a todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo.
Los cristianos están llamados a hacerse cargo, ante Dios y ante los
hombres que han ofendido con su comportamiento, de las faltas
cometidas por ellos. Que lo hagan sin pedir nada a cambio,
profundamente convencidos de que « el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones » (Rm 5,
5). No dejará de haber personas ecuánimes capaces de reconocer que
en la historia del pasado y del presente se han producido y se
producen frecuentemente casos de marginación, injusticia y
persecución en relación con los hijos de la Iglesia.
Que
en este año jubilar nadie quiera excluirse del abrazo del Padre. Que
nadie se comporte como el hermano mayor de la parábola evangélica
que se niega a entrar en casa para hacer fiesta (cf. Lc25,
25-30). Que la alegría del perdón sea más grande y profunda que
cualquier resentimiento. Obrando así, la Esposa aparecerá ante los
ojos del mundo con el esplendor de la belleza y santidad que
provienen de la gracia del Señor. Desde hace dos mil años, la
Iglesia es la cuna en la que María coloca a Jesús y lo entrega a la
adoración y contemplación de todos los pueblos. Que por la humildad
de la Esposa brille todavía más la gloria y la fuerza de la
Eucaristía, que ella celebra y conserva en su seno. En el signo del
Pan y del Vino consagrados, Jesucristo resucitado y glorificado, luz
de las gentes (cf. Lc 2,
32), manifiesta la continuidad de su Encarnación. Permanece vivo y
verdadero en medio de nosotros para alimentar a los creyentes con su
Cuerpo y con su Sangre.
Que
la mirada, pues, esté puesta en el futuro. El Padre misericordioso
no tiene en cuenta los pecados de los que nos hemos arrepentido
verdaderamente (cf. Is 38,
17). Él realiza ahora algo nuevo y, en el amor que perdona, anticipa
los cielos nuevos y la tierra nueva. Que se robustezca, pues, la fe,
se acreciente la esperanza y se haga cada vez más activa la caridad,
para un renovado compromiso de testimonio cristiano en el mundo del
próximo milenio.
12.
Un signo de la misericordia de Dios, hoy especialmente necesario, es
el de la caridad,
que nos abre los ojos a las necesidades de quienes viven en la
pobreza y la marginación. Es una situación que hoy afecta a grandes
áreas de la sociedad y cubre con su sombra de muerte a pueblos
enteros. El género humano se halla ante formas de esclavitud nuevas
y más sutiles que las conocidas en el pasado y la libertad continúa
siendo para demasiadas personas una palabra vacía de contenido.
Muchas naciones, especialmente las más pobres, se encuentran
oprimidas por una deuda que ha adquirido tales proporciones que hace
prácticamente imposible su pago. Resulta claro, por lo demás, que
no se puede alcanzar un progreso real sin la colaboración efectiva
entre los pueblos de toda lengua, raza, nación y religión. Se han
de eliminar los atropellos que llevan al predominio de unos sobre
otros: son un pecado y una injusticia. Quien se dedica solamente a
acumular tesoros en la tierra (cf. Mt 6,
19), « no se enriquece en orden a Dios » (Lc 12,
21).
Así
mismo, se ha de crear una nueva cultura de solidaridad y cooperación
internacionales, en la que todos —especialmente los Países ricos y
el sector privado— asuman su responsabilidad en un modelo de
economía al servicio de cada persona. No se ha de retardar el tiempo
en el que el pobre Lázaro pueda sentarse junto al rico para
compartir el mismo banquete, sin verse obligado a alimentarse de lo
que cae de la mesa (cf. Lc 16,
19-31). La extrema pobreza es fuente de violencias, rencores y
escándalos. Poner remedio a la misma es una obra de justicia y, por
tanto, de paz.
El
Jubileo es una nueva llamada a la conversión del corazón mediante
un cambio de vida. Recuerda a todos que no se debe dar un valor
absoluto ni a los bienes de la tierra, porque no son Dios, ni al
dominio o la pretensión de dominio por parte del hombre, porque la
tierra pertenece a Dios y sólo a Él: « La tierra es mía, ya que
vosotros sois para mí como forasteros y huéspedes » (Lv 25,
23). ¡Que este año de gracia toque el corazón de cuantos tienen en
sus manos los destinos de los pueblos!
13.
Un signo perenne, pero hoy particularmente significativo, de la
verdad del amor cristiano es lamemoria
de los mártires.
Que no se olvide su testimonio. Ellos son los que han anunciado el
Evangelio dando su vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros
días, es signo de ese amor más grande que compendia cualquier otro
valor. Su existencia refleja la suprema palabra pronunciada por Jesús
en la cruz: « Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen »
(Lc 23,
34). El creyente que haya tomado seriamente en consideración la
vocación cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad
anunciada ya por la Revelación, no puede excluir esta perspectiva en
su propio horizonte existencial. Los dos mil años transcurridos
desde el nacimiento de Cristo se caracterizan por el constante
testimonio de los mártires.
Además,
este siglo que llega a su ocaso ha tenido un gran número de
mártires, sobre todo a causa del nazismo, del comunismo y de las
luchas raciales o tribales. Personas de todas las clases sociales han
sufrido por su fe, pagando con la sangre su adhesión a Cristo y a la
Iglesia, o soportando con valentía largos años de prisión y de
privaciones de todo tipo por no ceder a una ideología transformada
en un régimen dictatorial despiadado. Desde el punto de vista
psicológico, el martirio es la demostración más elocuente de la
verdad de la fe, que sabe dar un rostro humano incluso a la muerte
más violenta y que manifiesta su belleza incluso en medio de las
persecuciones más atroces.
Inundados
por la gracia del próximo año jubilar, podremos elevar con más
fuerza el himno de acción de gracias al Padre y cantar: Te
martyrum candidatus laudat exercitus.
Ciertamente, éste es el ejército de los que « han lavado sus
vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero » (Ap 7,
14). Por eso la Iglesia, en todas las partes de la tierra, debe
permanecer firme en su testimonio y defender celosamente su memoria.
Que el Pueblo de Dios, fortalecido en su fe por el ejemplo de estos
auténticos paladines de todas las edades, lenguas y naciones, cruce
con confianza el umbral del tercer milenio. Que la admiración por su
martirio esté acompañada, en el corazón de los fieles, por el
deseo de seguir su ejemplo, con la gracia de Dios, si así lo
exigieran las circunstancias.
14.
La alegría jubilar no sería completa si la mirada no se dirigiese a
aquélla que, obedeciendo totalmente al Padre, engendró para
nosotros en la carne al Hijo de Dios. En Belén a María « se le
cumplieron los días del alumbramiento » (Lc 2,
6), y llena del Espíritu Santo dio a luz al Primogénito de la nueva
creación. Llamada a ser la Madre de Dios, María vivió plenamente
su maternidad desde el día de la concepción virginal, culminándola
en el Calvario a los pies de la Cruz. Allí, por un don admirable de
Cristo, se convirtió también en Madre de la Iglesia, indicando a
todos el camino que conduce al Hijo.
Mujer
del silencio y de la escucha, dócil en las manos del Padre, la
Virgen María es invocada por todas las generaciones como « dichosa
», porque supo reconocer las maravillas que el Espíritu Santo
realizó en ella. Nunca se cansarán los pueblos de invocar a la
Madre de la misericordia, bajo cuya protección encontrarán siempre
refugio. Que ella, que con su hijo Jesús y su esposo José peregrinó
hacia el templo santo de Dios, proteja el camino de todos los
peregrinos en este año jubilar. Que interceda con especial
intensidad en favor del pueblo cristiano durante los próximos meses,
para que obtenga la abundancia de gracia y misericordia, a la vez que
se alegra por los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de
su Salvador.
Que
la Iglesia alabe a Dios Padre en el Espíritu Santo por el don de la
salvación en Cristo Señor, ahora y por siempre.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el 29 de noviembre, I domingo de
Adviento, del año del Señor de 1998, vigésimo primero de mi
Pontificado.
Joannes
Paulus II